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Samos desde Sarria (España)

Amo abrir los ojos a la mañana y ver desde mi cama el verde de los árboles. Me pasa en la casa de mis viejos, me pasó en el departamento que alquilé los últimos dos años y me pasó las últimas tres mañanas en Sarria (afortunadamente todavía me queda una más).


Sarria nos atrajo desde el primer momento. Finalmente habíamos llegado a un pueblo atravesado por un rio cristalino y rodeado de árboles. El pueblo es chico, pero tiene un supermercado grande y todas las facilidades que puede tener una ciudad. Nos quedamos en el Albergue Peltre, al inicio de la escaleira da fonte (hoy Escalinata Maior, por donde los peregrinos ascendían a la villa) que conduce a las tres cuadras históricas en la Rua Maior, conservando casas de los siglos XVIII y XIX, y donde se encuentra la mayoría de los albergues, la Iglesia Santa María (Igrexa de Santa Mariña, 1885), la Torre Fortaleza y la Iglesia de Salvador (Igrexa do Salvador, s.XIII).


Antes de irnos de Lugo (la ciudad anterior) nos cruzamos en el albergue con un español que nos recomendó enfáticamente que vayamos a ver el Monasterio de Samos y quedarnos a escuchar los cantos gregorianos, así que el tercer día en Sarria (antes de la tercera noche en el albergue) nos fuimos a Samos, un pueblito que está a 12km de distancia. Si bien otra persona nos dijo que era “sólo el Monasterio y el río”, después de la experiencia con Paco en Castrojeriz (quien nos quiso disuadir de ir a visitar el castillo viejo porque era “sólo una pared rota”) nos pedimos un taxi. Cuando llegamos, nos sentimos llamados por el Paseo del Malecón, al lado del transparente río Sarria. Hicimos todo el recorrido y sentí cómo los pulmones se iban llenando de un aire de bosque y río, muy parecido a nuestra Patagonia Argentina. Descubrimos unas nueces en el camino (que les faltaba cocinar para secar, pero no podíamos dejar pasar la oportunidad de comerlas) y más adelante también unas avellanas.


Me hice una panzada de fotos: reflejos, camino, agua, viejas escaleras… hasta que llegamos a un puente que cruzamos y nos encontramos con la Capilla del Ciprés, una capilla del siglo IX dedicada a San Salvador con un hermoso árbol al lado que iniciaba el paseo al resto del bosque ladero al rio. Nos detuvimos en ese rincón de Samos un rato largo antes de seguir.


Volvimos hasta el albergue del monasterio, donde habíamos hecho sellar nuestras credenciales de peregrinos, y nos enteramos que faltaban diez minutos para que empiece la última visita guiada del día en el monasterio. Por supuesto la hicimos y nos encontramos de frente al claustro más grande de España: 54 metros de largo en cada lado, rodeando un gran jardín. Pasamos por el rincón más antiguo del monasterio, una puerta que data del siglo XII, dando paso a un segundo claustro, más chico pero con estilo gótico. Vimos la puerta de la botica, recorrimos pasillos con pinturas que son de la década del ’60, porque en el año 1951 hubo un incendio en la antigua botica donde los monjes benedictinos producían el vino PAX. Como final del recorrido pasamos por la sacristía, donde los monjes se preparan antes de dar la misa, y terminamos en el altar principal de la Iglesia donde nos encontramos con un retablo (que fue terminado de restaurar un mes atrás), una cruz (solo dos iglesias en España la tienen) entregada por el Rey Alfonso II, El Casto quien pasó su infancia en este monasterio junto con su hermana Jimena, después de la muerte de su padre. Volvimos media hora más tarde para escuchar los cantos gregorianos.


Nos habían dicho que había un impasse entre los cantos y la misa, pero eso no ocurrió, así que nos quedamos hasta el final viendo la ceremonia y escuchando a los siete monjes cantar, recitar y trasladarse en el altar en una ceremonia tan internalizada que les salía naturalmente, presenciada por peregrinos de todo el mundo a través de los años.


Al terminar la misa empezaron a apagar las luces y un señor mayor que estaba sentado en el último banco se levantó dejando ver su atuendo: bata oscura, bastón, pantuflas y grandes anteojos. Nos miró a todos los que todavía estábamos sentados y levantando el bastón dijo “è finito”. Giré mi cabeza para mirarlo a Agus y cuando volví a mirar, el señor ya se había ido.


Cuando salimos cruzamos al bar para llamar por teléfono al taxista que nos había llevado y el señor del bar me dijo “lo llamo yo, lo conozco”. Nos sentamos en la barra a esperar y empezamos a pensar si nos tomábamos una cerveza o un café, pero vino el barman y mirándonos nos dijo “Ni cerveza, ni café. Vino”, así que terminamos tomando una copa de vino cada uno (Agus tinto, yo blanco) acompañado de un bocadillo de tarta gallega, cortesía de la casa. Hicimos el recorrido de regreso a Sarria, cuando bajamos del taxi nos despedimos como “cosa de todos los días” y al entrar al albergue nos encontramos con los dueños quienes nos avisaron que al día siguiente (sábado) se iban a tomar el día, pero nos dejaban una llave por si queríamos salir, ya que íbamos a ser los únicos en el lugar “como en casa, total ya saben cómo funciona todo y donde está el supermercado


Y sí, somos bichos raros. En un albergue para peregrinos que llegan cansados tras caminar 15, 20, 25km a bañarse, comer, descansar y retomar el camino la mañana siguiente, nosotros rompemos la regla quedándonos 4 noches. Después de todo, amo despertarme y ver por la ventana el verde de los árboles.


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